Consulta la portada de EL PAÍS, Edición América, del domingo 23 de junio
Esta ocupación exige conocimientos como biología, química y destreza en el dibujo
La mirada quieta, el pulso impávido, el aire detenido; la incuestionable belleza de una tabla (El cambista y su mujer) pintada hace más de 500 años por el artista flamenco Marinus van Reymerswaele (1490-1546). En el taller de restauración del Prado, el ruido es la ausencia. Alicia Peral es joven, tiene 34 años y, como los maestros antiguos, “posee buena mano”. Desde 2015 forma parte de la plantilla de la pinacoteca madrileña. Al igual que la mujer con alcuza del poema de Dámaso Alonso, ha viajado mucho. Es licenciada en Historia del Arte, ha estudiado en la Escuela Oficial de Restauración de Madrid, conseguido prácticas, ganado becas y oposiciones.
Pero todo tiene un comienzo. En 2013, una ayuda de la Fundación Iberdrola le permitió trabajar 20 meses en el Prado. Después llegó una soledad distinta a la del taller: las oposiciones. Salieron dos plazas, ganó una. Hoy cuenta, orgullosa, esas pequeñas - grandes victorias que obtienen los restauradores contra el tiempo y la incertidumbre. En su memoria, junto al Cambista, aparece El Calvario (1460). La apabullante obra (hoy en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial) de Rogier van der Weyden (1400-1464) “estaba muy dañada”, recuerda. “Fue un trabajo único”. También un Santo Entierro sobre pizarra del taller de Bassano. La escena, nocturna, recogida (40 × 32 centímetros), se pudo comprobar, gracias a la restauración, que estaba iluminada por “toques de oro”. Algo que solo se intuía. Hay que imaginar la sensación de movimiento a la luz de las velas. Hay que pensar que estamos a finales del siglo XVI.
En un siglo muy diferente, el XXI, Jorge García Gómez-Tejedor, jefe de restauración del Museo Reina Sofía, cuida de una de las obras maestras más maltratadas de la historia. De cerca, el Guernica tiene la misma piel que los ancianos pintados por Ribera. Desde 1937 a 1992, el lienzo de Picasso se enrolló, danzando entre exposiciones, 88 veces hasta que descansó en el museo. “La obra está estable pero frágil”, indica el experto. Formado en la Escuela Oficial de Restauración, su geografía laboral es una línea de puntos que une Patrimonio Nacional, la Cartuja de la Expo 92 y el palacio de la Almudaina. Entró en el Reina Sofía por oposición en 1992 y desde 2003 es el responsable del departamento.
Desde luego nadie dijo que fuera un viaje fácil. Acceder a una institución pública exige sortear el peaje de las oposiciones. Y en el espacio privado hay que lidiar, como en cualquier actividad, con la incertidumbre de la economía. A mediados de los años ochenta y comienzos de los dos mil, cuando todas las comunidades autónomas querían su museo de arte contemporáneo, el oficio vivió acampado en el jardín del gran Gatsby. Desvanecidos esos días, queda lo que siempre fue: un trabajo apasionante pero complejo. “Exige sensibilidad hacia los objetos artísticos, curiosidad continua y saber, sobre todo, que es una profesión de enorme responsabilidad; nuestras acciones no tienen vuelta atrás”, observa María José Ruiz-Ozaita, jefa del departamento de conservación y restauración del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Un quehacer que esculpe en piedra algunas de sus normas. “Es imprescindible analizar la obra al milímetro, ver todas las posibilidades, estudiar intervenciones pasadas y actuar con el máximo respeto hacia la pieza”, describe Carmen Espinosa, conservadora jefa del Museo Lázaro Galdiano. A esta práctica, tan vocacional, se llega a través del grado de Conservación y Restauración o sentándose en los pupitres (hay que superar una prueba de acceso) de la Escuela Superior de Conservación y Restauración. Ambos exigen cuatro años de preparación.
Tiempos y tendencias
Precisamente el paso del tiempo es uno de los lugares comunes que barre este oficio. Existe el runrún de que es un trabajo estanco. Con profesionales muy especializados en campos muy concretos. Dorados, papeles, pinturas, vídeo. Pues, sí y no. Patxi Roldán lleva tres décadas en este mundo. “En los años ochenta y noventa me había dedicado sobre todo a los retablos, pero en 2000, con la aparición de los museos de arte contemporáneo, di un giro”, relata este licenciado en Bellas Artes y director de la firma Cloister. Otras épocas, otros desafíos. El goteo del tiempo. Por eso se acuerda, sobre todo, de la dificultad de manejar el Homenaje a Bach (1956). Un enorme panel (2,50 × 4,2 metros) de 3,4 toneladas de piedra caliza que Jorge Oteiza (1908-2003) encastró en la pared del comedor de María Josefa Huarte. Cuando murió la mecenas se trasladó al Museo Universidad de Navarra. “Se tardaron dos meses en extraerlo de la pared. Es la obra con la que más riesgo he corrido, pero también de la que estoy más orgulloso”, admite el conservador.
Frente a la calma de los maestros antiguos, el arte contemporáneo propone otros ritmos. Principalmente por la materia con la que está escrita su narrativa: plásticos, pinturas industriales, nuevos tipos de papeles. Productos que nadie sabe cómo se comportarán en el futuro. Hoy todo sirve para crear obras de arte. Hoy existe más riesgo. “Las películas de 16 mm u 8 mm, por ejemplo, se pueden autodestruir”, comenta Silvia Noguer, responsable del departamento de conservación y restauración del Macba, quien sostiene que el “restaurador es el médico del arte, un galeno que aplica la medicina preventiva”. Es la definición de alguien que escogió ciencias puras, empezó Medicina y descubrió su vocación en otros cuidados. Porque este es un oficio en el que hace falta “saber un poco de todo”. “Un poco de biología, un poco de química”, desgrana la restauradora y especialista en pintura mural Victoria de las Heras. “Pero además es necesario una excelente mano y bastante historia del arte”. La suficiente para recodar aquella frase de Goya: “El tiempo también pinta”. Sabía de lo que hablaba: fue restaurador.
En un siglo muy diferente, el XXI, Jorge García Gómez-Tejedor, jefe de restauración del Museo Reina Sofía, cuida de una de las obras maestras más maltratadas de la historia. De cerca, el Guernica tiene la misma piel que los ancianos pintados por Ribera. Desde 1937 a 1992, el lienzo de Picasso se enrolló, danzando entre exposiciones, 88 veces hasta que descansó en el museo. “La obra está estable pero frágil”, indica el experto. Formado en la Escuela Oficial de Restauración, su geografía laboral es una línea de puntos que une Patrimonio Nacional, la Cartuja de la Expo 92 y el palacio de la Almudaina. Entró en el Reina Sofía por oposición en 1992 y desde 2003 es el responsable del departamento.
Desde luego nadie dijo que fuera un viaje fácil. Acceder a una institución pública exige sortear el peaje de las oposiciones. Y en el espacio privado hay que lidiar, como en cualquier actividad, con la incertidumbre de la economía. A mediados de los años ochenta y comienzos de los dos mil, cuando todas las comunidades autónomas querían su museo de arte contemporáneo, el oficio vivió acampado en el jardín del gran Gatsby. Desvanecidos esos días, queda lo que siempre fue: un trabajo apasionante pero complejo. “Exige sensibilidad hacia los objetos artísticos, curiosidad continua y saber, sobre todo, que es una profesión de enorme responsabilidad; nuestras acciones no tienen vuelta atrás”, observa María José Ruiz-Ozaita, jefa del departamento de conservación y restauración del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Un quehacer que esculpe en piedra algunas de sus normas. “Es imprescindible analizar la obra al milímetro, ver todas las posibilidades, estudiar intervenciones pasadas y actuar con el máximo respeto hacia la pieza”, describe Carmen Espinosa, conservadora jefa del Museo Lázaro Galdiano. A esta práctica, tan vocacional, se llega a través del grado de Conservación y Restauración o sentándose en los pupitres (hay que superar una prueba de acceso) de la Escuela Superior de Conservación y Restauración. Ambos exigen cuatro años de preparación.
Tiempos y tendencias
Precisamente el paso del tiempo es uno de los lugares comunes que barre este oficio. Existe el runrún de que es un trabajo estanco. Con profesionales muy especializados en campos muy concretos. Dorados, papeles, pinturas, vídeo. Pues, sí y no. Patxi Roldán lleva tres décadas en este mundo. “En los años ochenta y noventa me había dedicado sobre todo a los retablos, pero en 2000, con la aparición de los museos de arte contemporáneo, di un giro”, relata este licenciado en Bellas Artes y director de la firma Cloister. Otras épocas, otros desafíos. El goteo del tiempo. Por eso se acuerda, sobre todo, de la dificultad de manejar el Homenaje a Bach (1956). Un enorme panel (2,50 × 4,2 metros) de 3,4 toneladas de piedra caliza que Jorge Oteiza (1908-2003) encastró en la pared del comedor de María Josefa Huarte. Cuando murió la mecenas se trasladó al Museo Universidad de Navarra. “Se tardaron dos meses en extraerlo de la pared. Es la obra con la que más riesgo he corrido, pero también de la que estoy más orgulloso”, admite el conservador.
Frente a la calma de los maestros antiguos, el arte contemporáneo propone otros ritmos. Principalmente por la materia con la que está escrita su narrativa: plásticos, pinturas industriales, nuevos tipos de papeles. Productos que nadie sabe cómo se comportarán en el futuro. Hoy todo sirve para crear obras de arte. Hoy existe más riesgo. “Las películas de 16 mm u 8 mm, por ejemplo, se pueden autodestruir”, comenta Silvia Noguer, responsable del departamento de conservación y restauración del Macba, quien sostiene que el “restaurador es el médico del arte, un galeno que aplica la medicina preventiva”. Es la definición de alguien que escogió ciencias puras, empezó Medicina y descubrió su vocación en otros cuidados. Porque este es un oficio en el que hace falta “saber un poco de todo”. “Un poco de biología, un poco de química”, desgrana la restauradora y especialista en pintura mural Victoria de las Heras. “Pero además es necesario una excelente mano y bastante historia del arte”. La suficiente para recodar aquella frase de Goya: “El tiempo también pinta”. Sabía de lo que hablaba: fue restaurador.
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